Corda: “Hay que dejar de mirarse tanto a uno mismo y mirar más hacia los costados”

El lateral izquierdo de Instituto muestra su lado sensible y cuenta sobre su trabajo en merenderos. Además, revela la motivación que le dan su papá, fallecido hace casi seis años, y su mamá, que padece una enfermedad crónica. Un amante de la murga, los carnavales y la vida.

Puede. Sabe que tiene que poder. Porque ahora puede Nelly y antes pudo Rubén. Puede quitar, desbordar, llegar al fondo y dar una asistencia. Puede conducir con derecha y sacar un centro con la zurda. Puede. Tiene una convicción religiosa que germinó en casa.

“Mi vieja (Nelly Beatriz Enriquez) está llena de dolores por una artritis reumatoidea que tiene desde hace mucho tiempo. Aunque a veces no se podía levantar de la cama, se levantaba igual para hacerme el desayuno para que yo pudiera ir al colegio. Hoy lo miro a lo lejos y digo: ‘Che, qué ovarios tenía mi vieja’. A lo mejor no podía caminar, pero yo, antes de la escuela, tenía en la mesa un pan con manteca y un vaso de chocolatada. Entonces, ¿cómo no me voy a levantar yo y la voy a pelear, si mi vieja, con 20 millones de dolores, lo hacía? Es una guerrera, y hoy por hoy se lo digo. Soy muy frío, muy seco y no expreso nada. Pero, por suerte, lo estoy trabajando y se me escapan algunas palabritas sensibles para ella. Fue mi mamá la que me enseñó cómo es la vida ante las malas situaciones”, abre su corazón Sebastián Corda, lateral de Instituto, en diálogo con LA SAETA.

Su mamá, un pilar fundamental en su carrera.

No necesitó haber sido futbolista para enseñarle de fútbol. Ni haber sido músico o bailarín para legarle la magia de los carnavales. La omnipresencia de Rubén Darío –“a mí no me chamuyés, que tengo nombre de poeta”, repetía-, su papá fallecido en 2017, lo abraza hasta este auspicioso presente con la «3» de “la Gloria”.

“Mi viejo me enseñó muchos valores, muchos códigos. Se crio en la calle, y un poco de esa sabiduría y esa picardía me las transmitió. Él nunca jugó al fútbol, pero quizás venía y me cagaba a pedos por cuestiones futbolísticas y hoy, cuando lo miro de los lejos, me río y digo que quizás tenía un poco de razón. Lo extraño mucho porque, cuando empecé a jugar mis primeros partidos en la primera de Club Comunicaciones, él iba a todas las canchas, de local o de visitante. Se camuflaba y ahí estaba, yo sabía que iba a estar. Un día, creo que en la cancha de Deportivo Español, solo podían entrar socios locales. Y cuando me estoy yendo en el entretiempo, escucho que me gritan, miro a la platea y era él. ¡Andá a saber cómo se metió!”, rememora quien llegó a Alta Córdoba luego de vestir la casaca de Mitre de Santiago del Estero.

Sus padres, Rubén y Nelly, en la piel para toda la vida.

Primero acompañado y luego, solo, hasta “los 19 o 20 años”. Antes de sacudir los pies arriba de una pelota, el defensor albirrojo lo hizo en murgas de distintos puntos de la provincia de Buenos Aires.

“Siempre me gustaron, de chico, pero no salía en ninguna. Un día, mi papá me dice: ‘¿Querés salir en una murga? Yo te voy a llevar’. Fuimos a La Catanga, un barrio cerca de casa, y era el último ensayo. ‘¿Querés estar en una murga? Arrancá a bailar’, me dijo. Faltaba una semana para que empiecen los carnavales, así que en esos días hicimos el traje. La idea era que saliera yo solo y mi viejo me acompañara, pero al segundo fin de semana ya lo vi agarrando un bombo. Y, a la otra semana, ya le dieron un traje, pantalón y zapatillas blancas, y empezó a bailar. Salimos juntos durante seis años. Eran noches y noches que íbamos y veníamos, nos cambiábamos rápido y salíamos, metíamos seis o siete corsos en una noche. Era algo muy nuestro, que no te olvidás más. Hoy, cuando escucho un bombo o una trompeta, los recuerdos me llevan a los momentos más lindos que compartí con mi viejo. Porque éramos felices y nos cagábamos de risa”, recuerda mientras aguanta las lágrimas con el mismo tesón con que contiene a un “9” rocoso.

Con «Mono», como lo apodaba a su papá, compartió el amor por las murgas y los carnavales.

Ese padre apasionado por el deporte, las costumbres populares y la familia fue, también, un amante de la rosca política que se cuece en el caliente partido bonaerense de San Martín. Por eso Corda, sin ser un ferviente militante, habla con cariño esos días de peronismo explícito.

“Mi viejo era peronista, siempre le gustó estar metido en el quilombo de la política –revela quien, además, se recibió de periodista y cursa la carrera de Kinesiología-. Y tenía muchos conocidos que estaban laburando para Sergio Massa y (Gabriel) Katopodis, y me dijo de ir a laburar. Yo en ese momento estaba jugando al fútbol, pero no cobraba ningún sueldo, así que tenía que hacer changas para rebuscármela, y allá fuimos, a La Matanza, a llevarles viandas a los pibes que estaban fiscalizando las elecciones. Anduvimos por todos lados y nos cagábamos de risa, porque a mi viejo le gustaba y a mí también porque podía compartir tiempo con él”.

Quizá por esa herencia de genuina justicia social es que al jugador surgido en Chacarita le brota una sensibilidad que lo empuja a intentar transformar la realidad. De ahí que, cuando el tiempo se lo permite, se mete en las cocinas de los merenderos del barrio y prepara comida para un sinfín de vecinos postergados.

«El Funebrero», el club de sus comienzos.

“Creo que hay que dejar de mirarse tanto a uno mismo y mirar más hacia los costados. Hay mucha gente que quizás no la pasa bien y, a veces, nos hacemos los boludos o no nos damos cuenta –reflexiona desde el predio de La Agustina-. Siempre fui de pregonar eso. En su momento di una mano en La Catanga. Y después, en la época de la pandemia, cuando todo estaba más jodido, me sumé a una olla popular y empecé a colaborar. Se hacían viandas para 200 familias, y yo hacía lo que sea: me metía a la cocina, cortaba papas, cocinaba, preparaba el guiso de lentejas. Me gustaba, lo hacía de corazón. Por ahí me tocaba sábado y domingo levantarme temprano para ir y hacer eso. Hoy, cuando voy al barrio, me cruzo a los vagos a los que les daba la vianda y me dicen: ‘Eh, negro, ¿cómo estás? Te felicito, loco’. Y eso te termina llenando más que cualquier otra cosa, porque es algo que con plata no se compra, esa felicidad que te da que alguien venga y te diga: ‘Che, loco, gracias por lo que hicieron’”.

Por si había margen para alguna duda, Corda deja en claro que “mis raíces son mi familia y mi barrio”. Son ellos los que le marcaron cómo transitar un camino que vale la pena recorrer, aunque de a ratos luzca espinoso: “Mis papás y mis hermanas son la gloria para mí. Estar lejos, a veces, es… no complicado, porque estoy haciendo lo que amo, pero sí que se extrañan situaciones, momentos. A la noche, cuando me toca cenar solo o cuando no estoy bien, lo que me reconforta es una videollamada con la vieja y poder charlar, reírnos un poco”.