Es de madrugada y en la Av. Corrientes los primeros laburantes del domingo conviven con los últimos borrachos del sábado como un matrimonio que ya no se aguanta, pero que se mantiene inmutable porque los hijos, los proyectos, la «famiglia». En la gran ciudad, el sistema encaja demasiado perfecto como para que un advenedizo se atreva a cuestionarlo.
Unos minutos después, ya en plena mañana, La Boca empieza a despertar. Por los balcones se asoman pavas, bizcochos y cumbia ruidosa. Las persianas multicolores se pliegan, las puertas desvencijadas se abren y la escena parece reiterativa: como responsables soldaditos que respetan su uniforme, de los negocios y los conventillos aparecen de azul y oro morochos cuarentones, jubilados, atorrantes y pibitos en bici. A nadie se le ocurre mejor manera de endomingarse que, en día de partido, ponerse la camiseta de Boca.

Para el pitazo inicial falta un montón, pero el show empezó hace rato. El tango, el choripán, la fugaza, el fainá, el vino, los fernets, los picados callejeros, el busca que revende entradas, el mismo busca que ofrece pasatiempos non sanctos; todo arranca antes y termina mucho después, cuando, si no se es del barrio y encima se tiene tonada cordobesa, mejor emprender la retirada.
Hay un ambiente magnético que, aunque desconocido, me termina resultando familiar. ¿Adónde había visto estos mismos pasajes coloridos, con paredes que denuncian injusticias y juran amor eterno? Hoy arrabal, ayer rancho; hoy tango, ayer cuarteto; ayer y hoy, carnaval.
«Es Alberdi multiplicado por mil, boludo», me responde un hincha de Belgrano infiltrado, y me ajusta las cuerdas de la guitarra (¿la afina o la desafina?).
Y por él empiezo a ver la Brandsen igual a la Orgaz y a La Bombonera no tan distinta al Gigante. Escucho canciones contra «las gallinas» (gashinas vs. gaínas), melodías que se mofan de cánticos xenófobos (sus clásicos rivales los llaman, a los dos, bolivianos y hasta comparten la letra «qué feo ser bostero/pirata y boliviano y en una villa tener que vivir…») y hallo similitudes que temo sean tan forzadas como las estadísticas que, antes de un partido, ofrecemos los periodistas deportivos. Pero a la viola ya le metieron mano.

Los dos juran representar al pueblo y aseguran que sus primos son los pitucos, ambos les piden a sus jugadores, antes que nada, garra, y los dos están convencidos de que los puntos se ganan también en las tribunas: jugador Nº12, la mitad más uno, minuto 68, la primera barra, etc.
Entro al estadio. «¿Prensa? Por acá. Es sin ubicación, así que te sentás donde quieras pero, si viene un socio con esa butaca, te tenés que correr». Las populares y las plateas se colman y con colegas de todo el país nos sentamos en las escaleras. Un rival ausente pifia en la salida, Boca abre el marcador y tres minutos más tarde lo define. El local le gana con comodidad a un elenco de muchos menos pergaminos y maquilla la desazón por el 0-1 que el fin de semana pasado se trajo del Monumental.
No es un Superclásico, ni mucho menos la Copa Libertadores. Pero las tribunas arden. Y no está claro si tiembla o late, pero sí que aturde. La Bombonera, en estado irracional. Sus hinchas se van despacio, cantando, escupiendo pura bosteridad. No les importa que les digan que vienen de caer con River y que en las posiciones están apenas por encima de mitad de tabla.

Celebran porque es su casa, su barrio y está escrito que allí los domingos debe siempre haber alegría. Como la del fanático de «la B», que me vuelvo a cruzar a la salida y luce una sonrisa absurda.
—Acaban de perder y la próxima es con Talleres…
—Por eso. Festejo porque se viene el clásico y en Alberdi. ¿Qué más querés?


